Maldijo por lo bajo su suerte. Rastreó
toda la casa, en busca de algún habitante. Nada. Se habían ido. Golpeó con
fuerza una de las mesas del comedor, tratando de sacar la furia. Inspeccionó
nuevamente el inmueble, por si se había dejado algo. Tal vez una puerta que
fuera al sótano donde se podrían esconder de él. Pero no había nadie.
Arturo se sentó en uno de los sillones,
echando la cabeza hacia atrás mientras suspiraba.
-Joder…-tapó su rostro con las manos,
tratando de calmarse- Joder, joder, ¡joder!
Se levantó de golpe, sacó su espada de la
mochila y destrozó la mesa que antes había golpeado. Estaba desesperado, no
quería fallar. Volvió a guardar a Sedrinda con un chasqueo de lengua, pateó uno
de los trozos de madera y recordó las palabras de su padre. El más cercando
estaba en Barcelona. Ayer por la noche estaban en esta casa, por lo que tendrían
que haberse ido el día de hoy.
-Tengo tiempo, no creo que vayan a tardar
tan poco.-miró el reloj de su mano. Las negras agujas marcaban en el fondo rojo
que eran las nueve menos cuarto- Sí,
estoy seguro de que les queda un largo camino por delante.
Comenzó a andar por la casa, sin mirar las
fotografías. Si lo hubiese hecho, habría sido posible que se alejara de allí
corriendo. Incluso de que dejara la misión que le habían encomendado. Pero, al
no observarlas, aquello estaba a salvo. No como las personas a las que seguía.
Él no sabía por qué debía capturar a aquellas personas, pero sí sabía que era
algo importante. Porque para que su padre se pusiera de esa manera,
enfureciéndose mientras la explicación de qué debía hacer avanzaba, era porque
lo era. No creía que fuera por venganza, pero tampoco pensaba que fuera por
algo simple. No. No podría ser eso.
Decidió salir por las calles de Salamanca
para ver cómo estaba la ciudad en la que se había criado.
***
Estaban en el tren. Fabio aún tenía la
apariencia de un adulto. Lea observaba a Mateo quejarse continuamente, pero no
se metía, pues Óscar se estaba encargando. Carina estaba leyendo un libro.
Estaba sentada, con las piernas recogidas y el tomo sobre las rodillas. Sus
ojos estaban entrecerrados, pero podía ver cómo las lágrimas se acumulaban en
ellos. El libro estaba sujeto de tal manera sobre sus piernas de que no podía
ver el título.
-¡Ah! Oye, ¿cuánto queda?
-Mateo, de Salamanca a Barcelona son ocho
horas y media. Duérmete, lee, canta, escribe. Haz lo que te dé la gana, pero
deja de preguntar cuánto falta. Hemos salido hace muy poco, deberíamos llegar a
las cinco de la tarde.
-¡Ay!-Mateo hizo un puchero.
La chica rió por lo bajo y rodó los ojos.
Muchas veces, Mateo le hacía mucha gracia, por eso lo miraba, por no decir que
era el que mejor le caía.
Se acomodó en el asiento del tren y siguió
sonriendo mientras Mateo seguía quejándose y el glaciese trataba de calmarlo.
Apartó la mirada de los elementos hielo y
agua, para dirigirse a Boris. Él se mantenía callado, mirando por la ventanilla
mientras murmuraba algo. Se acercó a él y le tocó el hombro, susurrando:
-Oye, ¿te encuentras bien?
-¿Huh? Oh, sí, perdona por preocuparte.-el
chico le sonrió y ella correspondió con el mismo gesto- Sólo admiraba el
paisaje. Al ser el elemento de la tierra, la vegetación, las aves… Lo que viene
siendo la naturaleza, me interesa mucho.
-¿Lo que viene en los libros de geografía?
¿Incluso los climas?
-Por supuesto. A demás, los climas son
importantes si viajamos. Y vamos a viajar mucho, Lea.
Ella se quedó mirando su rostro, con el
ceño fruncido, sopesando lo que acababa de decirle su compañero. Luego asintió,
al darse cuenta de que tenía razón.
-¡Es verdad!
-¿Ves? Imagínate si nuestro próximo
destino es el desierto. Sin los conocimientos de cómo es ese clima, moriríamos.
-Tampoco te pongas en lo peor.
Se giraron y vieron a Fabio, el cual se
había despertado por alguna razón. Boris elevó una ceja, interrogante.
-¿Qué?
-Todo el mundo sabe que en el desierto
hace calor…
-En eso te equivocas.-el chico se
sorprendió. Claro que en el desierto hace calor- No en todos los desiertos hace
calor. ¿Has escuchado alguna vez de los desiertos helados?
-¿Ah?-tanto Fabio como Lea se quedaron
sorprendidos.
-El desierto es, en realidad, un lugar
donde no haya mucha vegetación, y raramente se encuentre vida animal. Ya sea,
animales comunes o humanos. ¿Ejemplos? Los polos. No hay plantas, a no ser que
se cuenten las algas. Y los únicos humanos son los esquimales, o algún turista.
Evidentemente van, al igual que hay gente a la que le da por caminar por los
desiertos.
Lo miraron por largo rato, sin saber qué
responder. Lea estaba realmente impresionada por los conocimientos del chico, y
Fabio… A Fabio le recordó a uno de sus profesores del instituto.
-Bueno, no vuelvo a llevarte la contraria.
Supongo que desde ahora en adelante, podrías decirnos las características de
cada lugar al que visitemos. ¿Qué te parece?
-Claro. ¿Por qué no?
Leandra sonrió con dulzura al verlos
llegar a un acuerdo. Se volvió y se tumbó como pudo para dormir un rato. Aún
faltaba tiempo para llegar a su destino.
***
Francisco Hernández estaba en aquella sala
que Isaac le había proporcionado. El mismo lugar donde Arturo había ido y había
desaparecido para llegar a su destino. El hombre estaba sentado en una silla,
leyendo pergaminos y papiros de diferentes épocas históricas. Él era un hombre
que había estudiado las diferentes lenguas muertas, como el latín, el griego
antiguo o el egipcio clásico. Había aprendido a leerlos y traducirlos a su
propio idioma.
Los papiros que leía, eran de entre los
años 2.500 al 2.550 a.C, del Antiguo Egipto; y los pergaminos eran romanos y
griegos.
En ellos se leían algo que había estado
escondido por siglos. Los Paterios habían estado en este mundo ya desde incluso
los tiempos más remotos. Francisco creía que en Mesopotamia también hubo
documentos de esta raza. Posiblemente los Paterios los tenían, no habían sido
descubiertos, o se habrían perdido en cualquier lugar. De todos modos, la
escritura mesopotámica no la dominaba con tal soltura. Siguió con sus estudios.
En los papiros egipcios, la diosa Nejbet, una deidad protectora, ya sea de
la guerra o en los nacimientos, se hacía muy presente. En estos escritos, los Paterios eran llamados Nejbetos, ya que,
según ellos, eran los hijos de ésta, creados para proteger el mundo de la
devastación de Suti, Dios de la
fuerza bruta, lo incontenible y la sequía. Rey del mal y del desierto. En los
documentos, Él era algo que los Nejbetos debían combatir cada dos generaciones,
y no morir en el intento, pues el mundo perecería con ellos.
-Como los Paterios… Esto es muy
interesante.
Pasó a los pergaminos griegos. Era
parecido a lo que decían los egipcios, solo que era otra deidad.
Siguió con las escrituras hasta encontrar
lo que buscaba. En uno de los pergaminos griegos, se hablaba de que los hijos
de la diosa Hestia, la cual era quien cuidaba el hogar cuando los demás se iban
a la guerra, lo que la hacía una diosa protectora.
Lo que a Francisco se le escapaba de las
manos, era que Hestia, en su mitología, era virgen. Siguió leyendo, porque en
aquel pergamino había mucha información sobre sus “hijos”.
“Hestia, al ver cómo una gran
oscuridad sobrevolaba su amada Hélade, decidió pedir ayuda a sus semejantes
para que los mortales no fueran erradicados sin la intervención de los Dioses.
Algunos de ellos creyeron que solo los Dioses podrían salvar a la humanidad,
como era el caso del Padre Zeus, Poseidón, el que agita la tierra; Deméter y
Hera, quien ya estaba harta de que su esposo le fuera infiel. Pero, en secreto,
Hestia se unió a los que compartían su idea de que los humanos debían ayudar a
su propia supervivencia. Entre ellos, crearon siete criaturas con apariencia
humana, pero dotados de parte del poder de las entidades a las que adoraban. Se
los llamaron los Hijos de Hestia, pues ella había sido la causante de su
aparición en el mundo. Los Hijos de Hestia derrocaron a la oscuridad que se
había formado, con la advertencia de que la muerte de uno de ellos crearía el
fin de toda la humanidad. Tuvieron descendientes entre los humanos normales, de
los que nacieron simples mortales sin ninguna apariencia divina. Cuando sus
hijos concibieron a los nietos de ellos, la oscuridad, a la cual nadie quiso
ponerle nombre, volvió. En este caso, tan sólo nacieron seis, en vez de siete,
pues este último no obtuvo los poderes, como sus compañeros. Cada dos
generaciones, La Oscuridad volvía y trataba de hacerse con el trono de los
Dioses. Normalmente, era sencillo acabar con ella, pero con cada cuatro
miembros sucesivos (cuarta generación), Ella se alzaba fuerte, y es entonces
cuando el último Hijo de Hestia (el séptimo), aparecía. Éste último, permanecía
oculto hasta que los Hijos de Hestia necesitaban de su presencia.
Pero un día, un mortal que
ansiaba la inmortalidad de los dioses, descubrió a esta raza, y los fue
secuestrando. Con ayuda de una hechicera, consiguió sacar los poderes de cada
uno con forma de líquido del color de su ‘divinidad’ y, al juntar los siete,
obtuvo el elixir que le daba la vida eterna.
Los dioses creadores de esta
raza, encolerizados por la desfachatez de este individuo, pidieron a Hades su
intervención. Él lo llevó al inframundo, condenado a servir al Dios entre almas
y muertos.
Hestia se presentó a sus
hijos cuando ellos, libres, salieron al campo y encendieron una hoguera para
calentarse. Ella les ordenó que se mantuvieran ocultos a los mortales normales,
y, a cambio, tendrían un lugar en los Campos Elíseos. Ellos aceptaron y, su
señora, les devolvió su poder.
Desde entonces, los Hijos de Hestia se
mantuvieron en las sombras y sólo salían de su escondite para salvar el mundo.
Incluso consiguieron mantener
en secreto que cada uno de los Hijos de Hestia, comenzaron a crear descendencia
y que sólo los que eran directamente de su sangre eran más poderosos de los que
serían de un nivel inferior.”
Francisco se quedó realmente asombrado por
la cantidad de información que había. Abandonó su sitio y subió las escaleras.
Caminó por los pasillos hasta la habitación donde Isaac le había dicho que
podría encontrarlo la mayoría del tiempo. Entró de ella y pudo ver cómo, en las
sombras, el hombre se movía.
-Lo he encontrado.
***
Arturo caminaba por la ciudad que lo había
visto crecer hasta los diez años, cuando su padre lo había llevado a Argentina.
Pasó por el puente romano de camino a la catedral. Se dio cuenta de que habían
cambiado al Verraco de Piedra de lado del puente, pues ahora estaba asentado
junto a la escultura del Lazarillo de Tormes, donde una niña se estaba haciendo
una foto. Supuso que había ido allí con su familia como turistas. Se encogió de
hombros y vio a una señora mayor pasar con un bastón, ataviada con unos
pantalones crema anchos y una blusa con estampado de flores. Se acercó a ella y
le preguntó por el verraco, pues le comía la curiosidad del porqué del cambio
de lugar. La mujer le contestó con una sonrisa que en esa zona había maleantes
y, anteriormente, se escondían bajo el toro de piedra y atracaban a las
personas, por lo que lo cambiaron al otro lado, de tal forma que nadie pudiera
esconderse. El chico de gafas le dio las gracias y siguió su camino. De
pequeño, nunca había podido ver con sus propios ojos el astronauta de la
catedral, por lo que fue caminando, a pesar de que una tormenta veraniega
amenazaba con empaparlo. Llegó a la puerta de la manifestación artística y
buscó aquel astronauta. Lo encontró a un lado de uno de los portones. Era un
hombre, vestido con casco y traje espacial. Arturo rió, divertido por aquello.
Sabía que eso no había estado allí siempre, por supuesto. Simplemente, cuando
reconstruyeron esa parte, dijeron que no podían tallar lo mismo que había
antes, pues era plagio, por lo que el escultor hizo un astronauta.
-Qué cachondo…
<<Y aún así… Hay personas que creen
que esto estuvo aquí desde el principio-pensó-, incluso piensan que los
alienígenas inspiraron esto. >> Negó con la cabeza, sacó su móvil y le
hizo una foto. Era realmente divertido aquello.
Siguió andando cuando empezó a llover, fue
con rapidez al primer bar que encontró y se sentó dentro, en una de las mesas
que había. Una camarera apareció después de un rato y le atendió. Él decidió
que no estaría mal tomar algo, por lo que pidió unas patatas bravas y una
coca-cola. La chica, morena con unos ojos grandes y marrones, se alejó con las
notas en su cuaderno. Desde el punto en el que estaba, podía ver la entrada,
donde las gotas de lluvia se veían caer con fuerza. Tomó ese descanso para
mirar en su móvil cuánto dura el viaje de Salamanca-Barcelona. Había varias
opciones, una de ellas la descartó directamente. No creía que los Paterios
tuvieran coche, o automóvil, por lo que lo más inteligente era en autobús, o en
tren. Ambos eran muchas horas, por lo que tenía, como mínimo, ocho para
pasearse a sus anchas por su ciudad natal.
Se comió tranquilamente su media ración de
patatas bravas. Las había echado de menos desde que se fue a Argentina, por lo
que no pudo retener un suspiro cuando la primera le quemó la lengua con su
picazón. Mientras comía, pensaba en su pasado. En cómo su padre le había
entrenado durante los últimos seis años para esta misión, para capturar a estas
personas. Recordó cuando empezaron con el kento,
ya que su padre lo veía lo mejor para empezar a empuñar una espada. Arturo
sabía que su padre era capaz de tirar con arco, pero jamás supo el porqué de
que su padre no le enseñara, sino que contratara a un profesor para el joven.
Cuando terminó y la lluvia dejó de caer,
pagó y salió de allí. Había recordado que no había llevado su arco y su carcaj
de flechas, por lo que caminó por las calles, ahora mojadas, hasta encontrar
una tienda donde vendían todo tipo de armas. Desde espadas, hasta pistolas.
Encontró un arco de madera, sin la cuerda aún. Se acercó a él a mirarlo. Era
realmente bonito. Su cuerpo estaba moldeado con sencillez pero elegancia. Al
medirlo con la vista, se dio cuenta de que ese arco era perfecto para él, pues
le llegaba de la cabeza a las rodillas. Llamó al dependiente, para saber más de
él.
-Este arco es un monoblock, es ideal si
quieres conseguir potencia sin mucha fuerza. Este está hecho de madera de tejo.
-Es precioso.
-¿Verdad? ¿Tiras con arco?
-Desde los diez años. Soy un gran
aficionado.
-Eso es impresionante.
-Me gustaría comprarlo.
-Por supuesto. ¿Quieres también flechas?
-Sí. Y un carcaj. Digamos que a mi padre
no le hace mucha gracia que siga usando su arco.
El hombre rió, tomó el arco y lo llevó al
mostrador.
-¿Entonces lo quieres todo? ¿Guantes
también?
-Claro, por favor.
-Entonces, te enseñaré las flechas que
tenemos a la venta.
El hombre, que aparentaba entre cuarenta y
cincuenta años, entró en la parte trasera de la tienda y salió con varios
juegos de flechas. Unas en especial le llamaron la atención a Arturo, el cual
las señaló.
-Háblame de esas.
-Verás, estas flechas son las típicas, las
que se usan en los festivales que hacen de la edad media.
Las flechas consistían en un astil de
madera oscura, una punta de algún tipo de metal oscuro, con la forma
tradicional, y unas plumas de color blanco, negro y rojo.
-Me gustan. ¿El carcaj viene a juego?
-Por supuesto.
Le mostró una bolsa de cuero oscuro lo
suficientemente grande para que llevara dos docenas completas de flechas.
Aceptó todo el conjunto y pidió precio. Le pareció razonable lo que pedía el
hombre por el arco y las flechas, pero pensó que la alhaja era algo más cara de
lo que valía. De todos modos, no le importó y pagó. También compró unos guantes
y salió de allí.
Caminó unos cuantos metros hasta llegar al
Huerto de Calixto y Melibea, donde entró para sentarse, escondido de las
miradas indiscretas mientras metía lo comprado en su mochila.
Se quedó en uno de aquellos bancos un rato
mientras observaba lo bien cuidado que estaba aquel lugar. Incluso había
candados en el pozo y en las barandillas, con nombres y fechas. Le parecía
interesante cómo había personas que de verdad creyera que al sellar aquellos
objetos con su pareja, estarían juntos por siempre.
Siguió vagando por la ciudad, sin darse
cuenta del paso del tiempo. Pronto se hizo las dos de la tarde, y a él le entró
hambre, por lo que fue a un restaurante a comer algo.
***
Vanessa se había despertado de nuevo hacia
las doce de la mañana y todos los Paterios y Fabio iniciaron una conversación
sencilla, sin nada que ver con lo que estaban destinados a hacer. Sólo
anécdotas, chistes, enigmas. Boris contó algunos chistes, aunque ese tipo de
humor no lo sabía hacer. Óscar optó por hablar de su infancia en Barcelona.
Cómo cada verano iba a la playa y se bañaba en el agua. Incluso contó un
incidente hace algunos años atrás con el hielo, pero ya era suficientemente
maduro para saber que no podía hablarlo con nadie, ni si quiera con sus padres.
Y ellos nunca supieron que, un día de agosto, parte de la costa catalana se
había helado.
Carina siguió leyendo su libro, pero no le
dejaba a nadie acercarse, a excepción de Boris, el cual simplemente se
entretenía de vez en cuando molestando a su amiga.
Mateo jugaba a las palmas con Lea, por lo
que Fabio le dijo a Vane que parecían niños pequeños. Ella sólo sonrió y se
encogió de hombros, contestando que alguna forma habría para no aburrirse. El
Estelio sacó su móvil con sus auriculares y se puso a escuchar su música
favorita. Después de un rato, Óscar sacó una bolsa de plástico de su maleta y
repartió bocadillos y botellas de agua a cada uno para que comieran.
-Supuse que estaríamos mucho tiempo
encerrados aquí, por lo que compré algo de pan y jamón para los bocadillos y
algunas botellas de agua. Aunque también he traído botellas de un litro cada
una de refrescos, aunque no sé si estén calientes.
-Eso ha sido inteligente, a mi no se me
había ocurrido, y ya empezaba a tener hambre.-comentó Lea.
Mateo desenvolvió su bocadillo del papel
de aluminio y lo mordió. Dejó escapar un ligero suspiro de placer y todos los
demás rieron ante la reacción del aquames.
-¿Qué? Es que esto está buenísimo.
-Me alegro que te guste.-agradeció Óscar.
Todos dejaron lo que hacían para comer a
gusto los bocadillos de jamón. Carina puso su marcador de madera con una
inscripción en él dentro del libro, Fabio apagó la música y Boris dejó de
intentar contar chistes.
***
Isaac se alegró mucho del descubrimiento
de Francisco sobre los Paterios. Le ordenó seguir buscando entre los documentos
antiguos la forma de sacar los poderes a aquellas personas, y, ahora, tenía el
método en sus manos. Aquel estúpido hombre de verdad se pensaba que la sombra
le dejaría si quiera acercarse al elixir de la vida eterna. Él no sabía tratar
con los seres oscuros, ni cómo hacerlos jurar. No como Hernán. Por desgracia,
parte del líquido debería pasar a manos de ese humano de sentimientos
innecesarios.
Isaac no era más que un ente con
apariencia humana para poder estar entre aquellos seres inferiores sin ser
percibido, que buscaba ser más poderoso de lo que era en ese momento. No le
importaban las personas mortales, sólo le interesaban por su propio alimento.
La sombra se movió silenciosa por la
habitación mientras estudiaba el manuscrito traducido de un pergamino griego.
En él se narraba una forma arcaica de, por medio de rituales complicados,
arrancar a los Paterios su poder.
Al igual que las semejantes criaturas a
Isaac, habían sido siempre temidos, y ellos eran capaces de que esas
sensaciones los atrajeran. Esa fue una de las razones por las que decidió
acudir ante la llamada de Hernán. Su dolor, su miedo a continuar la vida sin la
mujer amada a su lado. Habían hecho un juramento de sangre para unir sus
fuerzas en busca de los Paterios. Lo que ese estúpido humano no sabía es que,
después de aquello, nadie sobreviviría. El Dragón simplemente se alzaría y
haría arder el planeta en llamas. Lo bueno de aquello, es que sería tan lento,
que todos los seres oscuros podrían beneficiarse del terror de los habitantes
terrestres. Evidentemente eso lo convertiría en alguien admirado y envidiado en
su lugar de origen. Todos sabrían que fue él quien dio a todo su pueblo de
comer. A pesar de que en este mundo ya había mucho dolor, rencor, miedo,
envidia, y demás sentimientos que los alimentaban, no era suficiente para
tantos. Pues eran muchos, y con todas las guerras, asesinatos y todos los males
del mundo, sólo saciaban a un 14% de los oscuros.
Sería considerado un rey. Y el poder que
tanto ansiaba sería suyo, sin contar con la inmortalidad que tendría, por lo
que podría torturar a alguien hasta la muerte de este.