viernes, 1 de agosto de 2014

El Beso de lo Oscuro: Capítulo 6



Maldijo por lo bajo su suerte. Rastreó toda la casa, en busca de algún habitante. Nada. Se habían ido. Golpeó con fuerza una de las mesas del comedor, tratando de sacar la furia. Inspeccionó nuevamente el inmueble, por si se había dejado algo. Tal vez una puerta que fuera al sótano donde se podrían esconder de él. Pero no había nadie.
Arturo se sentó en uno de los sillones, echando la cabeza hacia atrás mientras suspiraba.
-Joder…-tapó su rostro con las manos, tratando de calmarse- Joder, joder, ¡joder!
Se levantó de golpe, sacó su espada de la mochila y destrozó la mesa que antes había golpeado. Estaba desesperado, no quería fallar. Volvió a guardar a Sedrinda con un chasqueo de lengua, pateó uno de los trozos de madera y recordó las palabras de su padre. El más cercando estaba en Barcelona. Ayer por la noche estaban en esta casa, por lo que tendrían que haberse ido el día de hoy.
-Tengo tiempo, no creo que vayan a tardar tan poco.-miró el reloj de su mano. Las negras agujas marcaban en el fondo rojo que eran las nueve menos cuarto-  Sí, estoy seguro de que les queda un largo camino por delante.
Comenzó a andar por la casa, sin mirar las fotografías. Si lo hubiese hecho, habría sido posible que se alejara de allí corriendo. Incluso de que dejara la misión que le habían encomendado. Pero, al no observarlas, aquello estaba a salvo. No como las personas a las que seguía. Él no sabía por qué debía capturar a aquellas personas, pero sí sabía que era algo importante. Porque para que su padre se pusiera de esa manera, enfureciéndose mientras la explicación de qué debía hacer avanzaba, era porque lo era. No creía que fuera por venganza, pero tampoco pensaba que fuera por algo simple. No. No podría ser eso.
Decidió salir por las calles de Salamanca para ver cómo estaba la ciudad en la que se había criado.


***


Estaban en el tren. Fabio aún tenía la apariencia de un adulto. Lea observaba a Mateo quejarse continuamente, pero no se metía, pues Óscar se estaba encargando. Carina estaba leyendo un libro. Estaba sentada, con las piernas recogidas y el tomo sobre las rodillas. Sus ojos estaban entrecerrados, pero podía ver cómo las lágrimas se acumulaban en ellos. El libro estaba sujeto de tal manera sobre sus piernas de que no podía ver el título.
-¡Ah! Oye, ¿cuánto queda?
-Mateo, de Salamanca a Barcelona son ocho horas y media. Duérmete, lee, canta, escribe. Haz lo que te dé la gana, pero deja de preguntar cuánto falta. Hemos salido hace muy poco, deberíamos llegar a las cinco de la tarde.
-¡Ay!-Mateo hizo un puchero.
La chica rió por lo bajo y rodó los ojos. Muchas veces, Mateo le hacía mucha gracia, por eso lo miraba, por no decir que era el que mejor le caía.
Se acomodó en el asiento del tren y siguió sonriendo mientras Mateo seguía quejándose y el glaciese trataba de calmarlo.
Apartó la mirada de los elementos hielo y agua, para dirigirse a Boris. Él se mantenía callado, mirando por la ventanilla mientras murmuraba algo. Se acercó a él y le tocó el hombro, susurrando:
-Oye, ¿te encuentras bien?
-¿Huh? Oh, sí, perdona por preocuparte.-el chico le sonrió y ella correspondió con el mismo gesto- Sólo admiraba el paisaje. Al ser el elemento de la tierra, la vegetación, las aves… Lo que viene siendo la naturaleza, me interesa mucho.
-¿Lo que viene en los libros de geografía? ¿Incluso los climas?
-Por supuesto. A demás, los climas son importantes si viajamos. Y vamos a viajar mucho, Lea.
Ella se quedó mirando su rostro, con el ceño fruncido, sopesando lo que acababa de decirle su compañero. Luego asintió, al darse cuenta de que tenía razón.
-¡Es verdad!
-¿Ves? Imagínate si nuestro próximo destino es el desierto. Sin los conocimientos de cómo es ese clima, moriríamos.
-Tampoco te pongas en lo peor.
Se giraron y vieron a Fabio, el cual se había despertado por alguna razón. Boris elevó una ceja, interrogante.
-¿Qué?
-Todo el mundo sabe que en el desierto hace calor…
-En eso te equivocas.-el chico se sorprendió. Claro que en el desierto hace calor- No en todos los desiertos hace calor. ¿Has escuchado alguna vez de los desiertos helados?
-¿Ah?-tanto Fabio como Lea se quedaron sorprendidos.
-El desierto es, en realidad, un lugar donde no haya mucha vegetación, y raramente se encuentre vida animal. Ya sea, animales comunes o humanos. ¿Ejemplos? Los polos. No hay plantas, a no ser que se cuenten las algas. Y los únicos humanos son los esquimales, o algún turista. Evidentemente van, al igual que hay gente a la que le da por caminar por los desiertos.
Lo miraron por largo rato, sin saber qué responder. Lea estaba realmente impresionada por los conocimientos del chico, y Fabio… A Fabio le recordó a uno de sus profesores del instituto.
-Bueno, no vuelvo a llevarte la contraria. Supongo que desde ahora en adelante, podrías decirnos las características de cada lugar al que visitemos. ¿Qué te parece?
-Claro. ¿Por qué no?
Leandra sonrió con dulzura al verlos llegar a un acuerdo. Se volvió y se tumbó como pudo para dormir un rato. Aún faltaba tiempo para llegar a su destino.


***

Francisco Hernández estaba en aquella sala que Isaac le había proporcionado. El mismo lugar donde Arturo había ido y había desaparecido para llegar a su destino. El hombre estaba sentado en una silla, leyendo pergaminos y papiros de diferentes épocas históricas. Él era un hombre que había estudiado las diferentes lenguas muertas, como el latín, el griego antiguo o el egipcio clásico. Había aprendido a leerlos y traducirlos a su propio idioma.
Los papiros que leía, eran de entre los años 2.500 al 2.550 a.C, del Antiguo Egipto; y los pergaminos eran romanos y griegos.
En ellos se leían algo que había estado escondido por siglos. Los Paterios habían estado en este mundo ya desde incluso los tiempos más remotos. Francisco creía que en Mesopotamia también hubo documentos de esta raza. Posiblemente los Paterios los tenían, no habían sido descubiertos, o se habrían perdido en cualquier lugar. De todos modos, la escritura mesopotámica no la dominaba con tal soltura. Siguió con sus estudios.
En los papiros egipcios, la diosa Nejbet, una deidad protectora, ya sea de la guerra o en los nacimientos, se hacía muy presente. En estos escritos, los Paterios eran llamados Nejbetos, ya que, según ellos, eran los hijos de ésta, creados para proteger el mundo de la devastación de Suti, Dios de la fuerza bruta, lo incontenible y la sequía. Rey del mal y del desierto. En los documentos, Él era algo que los Nejbetos debían combatir cada dos generaciones, y no morir en el intento, pues el mundo perecería con ellos.
-Como los Paterios… Esto es muy interesante.
Pasó a los pergaminos griegos. Era parecido a lo que decían los egipcios, solo que era otra deidad.
Siguió con las escrituras hasta encontrar lo que buscaba. En uno de los pergaminos griegos, se hablaba de que los hijos de la diosa Hestia, la cual era quien cuidaba el hogar cuando los demás se iban a la guerra, lo que la hacía una diosa protectora.
Lo que a Francisco se le escapaba de las manos, era que Hestia, en su mitología, era virgen. Siguió leyendo, porque en aquel pergamino había mucha información sobre sus “hijos”.
“Hestia, al ver cómo una gran oscuridad sobrevolaba su amada Hélade, decidió pedir ayuda a sus semejantes para que los mortales no fueran erradicados sin la intervención de los Dioses. Algunos de ellos creyeron que solo los Dioses podrían salvar a la humanidad, como era el caso del Padre Zeus, Poseidón, el que agita la tierra; Deméter y Hera, quien ya estaba harta de que su esposo le fuera infiel. Pero, en secreto, Hestia se unió a los que compartían su idea de que los humanos debían ayudar a su propia supervivencia. Entre ellos, crearon siete criaturas con apariencia humana, pero dotados de parte del poder de las entidades a las que adoraban. Se los llamaron los Hijos de Hestia, pues ella había sido la causante de su aparición en el mundo. Los Hijos de Hestia derrocaron a la oscuridad que se había formado, con la advertencia de que la muerte de uno de ellos crearía el fin de toda la humanidad. Tuvieron descendientes entre los humanos normales, de los que nacieron simples mortales sin ninguna apariencia divina. Cuando sus hijos concibieron a los nietos de ellos, la oscuridad, a la cual nadie quiso ponerle nombre, volvió. En este caso, tan sólo nacieron seis, en vez de siete, pues este último no obtuvo los poderes, como sus compañeros. Cada dos generaciones, La Oscuridad volvía y trataba de hacerse con el trono de los Dioses. Normalmente, era sencillo acabar con ella, pero con cada cuatro miembros sucesivos (cuarta generación), Ella se alzaba fuerte, y es entonces cuando el último Hijo de Hestia (el séptimo), aparecía. Éste último, permanecía oculto hasta que los Hijos de Hestia necesitaban de su presencia.
Pero un día, un mortal que ansiaba la inmortalidad de los dioses, descubrió a esta raza, y los fue secuestrando. Con ayuda de una hechicera, consiguió sacar los poderes de cada uno con forma de líquido del color de su ‘divinidad’ y, al juntar los siete, obtuvo el elixir que le daba la vida eterna.
Los dioses creadores de esta raza, encolerizados por la desfachatez de este individuo, pidieron a Hades su intervención. Él lo llevó al inframundo, condenado a servir al Dios entre almas y muertos.
Hestia se presentó a sus hijos cuando ellos, libres, salieron al campo y encendieron una hoguera para calentarse. Ella les ordenó que se mantuvieran ocultos a los mortales normales, y, a cambio, tendrían un lugar en los Campos Elíseos. Ellos aceptaron y, su señora, les devolvió su poder.
 Desde entonces, los Hijos de Hestia se mantuvieron en las sombras y sólo salían de su escondite para salvar el mundo.
Incluso consiguieron mantener en secreto que cada uno de los Hijos de Hestia, comenzaron a crear descendencia y que sólo los que eran directamente de su sangre eran más poderosos de los que serían de un nivel inferior.”
Francisco se quedó realmente asombrado por la cantidad de información que había. Abandonó su sitio y subió las escaleras. Caminó por los pasillos hasta la habitación donde Isaac le había dicho que podría encontrarlo la mayoría del tiempo. Entró de ella y pudo ver cómo, en las sombras, el hombre se movía.
-Lo he encontrado.


***


Arturo caminaba por la ciudad que lo había visto crecer hasta los diez años, cuando su padre lo había llevado a Argentina. Pasó por el puente romano de camino a la catedral. Se dio cuenta de que habían cambiado al Verraco de Piedra de lado del puente, pues ahora estaba asentado junto a la escultura del Lazarillo de Tormes, donde una niña se estaba haciendo una foto. Supuso que había ido allí con su familia como turistas. Se encogió de hombros y vio a una señora mayor pasar con un bastón, ataviada con unos pantalones crema anchos y una blusa con estampado de flores. Se acercó a ella y le preguntó por el verraco, pues le comía la curiosidad del porqué del cambio de lugar. La mujer le contestó con una sonrisa que en esa zona había maleantes y, anteriormente, se escondían bajo el toro de piedra y atracaban a las personas, por lo que lo cambiaron al otro lado, de tal forma que nadie pudiera esconderse. El chico de gafas le dio las gracias y siguió su camino. De pequeño, nunca había podido ver con sus propios ojos el astronauta de la catedral, por lo que fue caminando, a pesar de que una tormenta veraniega amenazaba con empaparlo. Llegó a la puerta de la manifestación artística y buscó aquel astronauta. Lo encontró a un lado de uno de los portones. Era un hombre, vestido con casco y traje espacial. Arturo rió, divertido por aquello. Sabía que eso no había estado allí siempre, por supuesto. Simplemente, cuando reconstruyeron esa parte, dijeron que no podían tallar lo mismo que había antes, pues era plagio, por lo que el escultor hizo un astronauta.
-Qué cachondo…
<<Y aún así… Hay personas que creen que esto estuvo aquí desde el principio-pensó-, incluso piensan que los alienígenas inspiraron esto. >> Negó con la cabeza, sacó su móvil y le hizo una foto. Era realmente divertido aquello.
Siguió andando cuando empezó a llover, fue con rapidez al primer bar que encontró y se sentó dentro, en una de las mesas que había. Una camarera apareció después de un rato y le atendió. Él decidió que no estaría mal tomar algo, por lo que pidió unas patatas bravas y una coca-cola. La chica, morena con unos ojos grandes y marrones, se alejó con las notas en su cuaderno. Desde el punto en el que estaba, podía ver la entrada, donde las gotas de lluvia se veían caer con fuerza. Tomó ese descanso para mirar en su móvil cuánto dura el viaje de Salamanca-Barcelona. Había varias opciones, una de ellas la descartó directamente. No creía que los Paterios tuvieran coche, o automóvil, por lo que lo más inteligente era en autobús, o en tren. Ambos eran muchas horas, por lo que tenía, como mínimo, ocho para pasearse a sus anchas por su ciudad natal.
Se comió tranquilamente su media ración de patatas bravas. Las había echado de menos desde que se fue a Argentina, por lo que no pudo retener un suspiro cuando la primera le quemó la lengua con su picazón. Mientras comía, pensaba en su pasado. En cómo su padre le había entrenado durante los últimos seis años para esta misión, para capturar a estas personas. Recordó cuando empezaron con el kento, ya que su padre lo veía lo mejor para empezar a empuñar una espada. Arturo sabía que su padre era capaz de tirar con arco, pero jamás supo el porqué de que su padre no le enseñara, sino que contratara a un profesor para el joven.
Cuando terminó y la lluvia dejó de caer, pagó y salió de allí. Había recordado que no había llevado su arco y su carcaj de flechas, por lo que caminó por las calles, ahora mojadas, hasta encontrar una tienda donde vendían todo tipo de armas. Desde espadas, hasta pistolas. Encontró un arco de madera, sin la cuerda aún. Se acercó a él a mirarlo. Era realmente bonito. Su cuerpo estaba moldeado con sencillez pero elegancia. Al medirlo con la vista, se dio cuenta de que ese arco era perfecto para él, pues le llegaba de la cabeza a las rodillas. Llamó al dependiente, para saber más de él.
-Este arco es un monoblock, es ideal si quieres conseguir potencia sin mucha fuerza. Este está hecho de madera de tejo.
-Es precioso.
-¿Verdad? ¿Tiras con arco?
-Desde los diez años. Soy un gran aficionado.
-Eso es impresionante.
-Me gustaría comprarlo.
-Por supuesto. ¿Quieres también flechas?
-Sí. Y un carcaj. Digamos que a mi padre no le hace mucha gracia que siga usando su arco.
El hombre rió, tomó el arco y lo llevó al mostrador.
-¿Entonces lo quieres todo? ¿Guantes también?
-Claro, por favor.
-Entonces, te enseñaré las flechas que tenemos a la venta.
El hombre, que aparentaba entre cuarenta y cincuenta años, entró en la parte trasera de la tienda y salió con varios juegos de flechas. Unas en especial le llamaron la atención a Arturo, el cual las señaló.
-Háblame de esas.
-Verás, estas flechas son las típicas, las que se usan en los festivales que hacen de la edad media.
Las flechas consistían en un astil de madera oscura, una punta de algún tipo de metal oscuro, con la forma tradicional, y unas plumas de color blanco, negro y rojo.
-Me gustan. ¿El carcaj viene a juego?
-Por supuesto.
Le mostró una bolsa de cuero oscuro lo suficientemente grande para que llevara dos docenas completas de flechas. Aceptó todo el conjunto y pidió precio. Le pareció razonable lo que pedía el hombre por el arco y las flechas, pero pensó que la alhaja era algo más cara de lo que valía. De todos modos, no le importó y pagó. También compró unos guantes y salió de allí.
Caminó unos cuantos metros hasta llegar al Huerto de Calixto y Melibea, donde entró para sentarse, escondido de las miradas indiscretas mientras metía lo comprado en su mochila.
Se quedó en uno de aquellos bancos un rato mientras observaba lo bien cuidado que estaba aquel lugar. Incluso había candados en el pozo y en las barandillas, con nombres y fechas. Le parecía interesante cómo había personas que de verdad creyera que al sellar aquellos objetos con su pareja, estarían juntos por siempre.
Siguió vagando por la ciudad, sin darse cuenta del paso del tiempo. Pronto se hizo las dos de la tarde, y a él le entró hambre, por lo que fue a un restaurante a comer algo.


***


Vanessa se había despertado de nuevo hacia las doce de la mañana y todos los Paterios y Fabio iniciaron una conversación sencilla, sin nada que ver con lo que estaban destinados a hacer. Sólo anécdotas, chistes, enigmas. Boris contó algunos chistes, aunque ese tipo de humor no lo sabía hacer. Óscar optó por hablar de su infancia en Barcelona. Cómo cada verano iba a la playa y se bañaba en el agua. Incluso contó un incidente hace algunos años atrás con el hielo, pero ya era suficientemente maduro para saber que no podía hablarlo con nadie, ni si quiera con sus padres. Y ellos nunca supieron que, un día de agosto, parte de la costa catalana se había helado.
Carina siguió leyendo su libro, pero no le dejaba a nadie acercarse, a excepción de Boris, el cual simplemente se entretenía de vez en cuando molestando a su amiga.
Mateo jugaba a las palmas con Lea, por lo que Fabio le dijo a Vane que parecían niños pequeños. Ella sólo sonrió y se encogió de hombros, contestando que alguna forma habría para no aburrirse. El Estelio sacó su móvil con sus auriculares y se puso a escuchar su música favorita. Después de un rato, Óscar sacó una bolsa de plástico de su maleta y repartió bocadillos y botellas de agua a cada uno para que comieran.
-Supuse que estaríamos mucho tiempo encerrados aquí, por lo que compré algo de pan y jamón para los bocadillos y algunas botellas de agua. Aunque también he traído botellas de un litro cada una de refrescos, aunque no sé si estén calientes.
-Eso ha sido inteligente, a mi no se me había ocurrido, y ya empezaba a tener hambre.-comentó Lea.
Mateo desenvolvió su bocadillo del papel de aluminio y lo mordió. Dejó escapar un ligero suspiro de placer y todos los demás rieron ante la reacción del aquames.
-¿Qué? Es que esto está buenísimo.
-Me alegro que te guste.-agradeció Óscar.
Todos dejaron lo que hacían para comer a gusto los bocadillos de jamón. Carina puso su marcador de madera con una inscripción en él dentro del libro, Fabio apagó la música y Boris dejó de intentar contar chistes.  



***


Isaac se alegró mucho del descubrimiento de Francisco sobre los Paterios. Le ordenó seguir buscando entre los documentos antiguos la forma de sacar los poderes a aquellas personas, y, ahora, tenía el método en sus manos. Aquel estúpido hombre de verdad se pensaba que la sombra le dejaría si quiera acercarse al elixir de la vida eterna. Él no sabía tratar con los seres oscuros, ni cómo hacerlos jurar. No como Hernán. Por desgracia, parte del líquido debería pasar a manos de ese humano de sentimientos innecesarios.
Isaac no era más que un ente con apariencia humana para poder estar entre aquellos seres inferiores sin ser percibido, que buscaba ser más poderoso de lo que era en ese momento. No le importaban las personas mortales, sólo le interesaban por su propio alimento.
La sombra se movió silenciosa por la habitación mientras estudiaba el manuscrito traducido de un pergamino griego. En él se narraba una forma arcaica de, por medio de rituales complicados, arrancar a los Paterios su poder.
Al igual que las semejantes criaturas a Isaac, habían sido siempre temidos, y ellos eran capaces de que esas sensaciones los atrajeran. Esa fue una de las razones por las que decidió acudir ante la llamada de Hernán. Su dolor, su miedo a continuar la vida sin la mujer amada a su lado. Habían hecho un juramento de sangre para unir sus fuerzas en busca de los Paterios. Lo que ese estúpido humano no sabía es que, después de aquello, nadie sobreviviría. El Dragón simplemente se alzaría y haría arder el planeta en llamas. Lo bueno de aquello, es que sería tan lento, que todos los seres oscuros podrían beneficiarse del terror de los habitantes terrestres. Evidentemente eso lo convertiría en alguien admirado y envidiado en su lugar de origen. Todos sabrían que fue él quien dio a todo su pueblo de comer. A pesar de que en este mundo ya había mucho dolor, rencor, miedo, envidia, y demás sentimientos que los alimentaban, no era suficiente para tantos. Pues eran muchos, y con todas las guerras, asesinatos y todos los males del mundo, sólo saciaban a un 14% de los oscuros.
Sería considerado un rey. Y el poder que tanto ansiaba sería suyo, sin contar con la inmortalidad que tendría, por lo que podría torturar a alguien hasta la muerte de este.

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