La puerta se cerró tras de él, dejando a
Vanessa sola con sus lágrimas. La joven tenía las palabras del policía clavadas
en su mente como agujas: <<¿Es usted la señorita Vanessa
Amiriota?>> Un sí por parte de ella. <<Lamento comunicarle que sus
padres han muerto>> El caballero la consoló todo lo que pudo, le dijo que
sería ingresada en un orfanato al día siguiente, giró sobre sus talones y se
fue. Vanessa se quedó mirando la puerta sin saber qué hacer. Sus piernas flaquearon
y sintió cómo su cuerpo caía al suelo de rodillas. Sus padres… Margaret y
Roberto… Recordó a su madre, alta y rubia; delgada y con los ojos verdes. Y a
su padre, alto también, con el pelo casi negro, robusto y los ojos marrones.
Ella entera temblaba. Lo último que les había dicho era que los odiaba, ya ni
recordaba porqué. Se levantó lentamente, tratando de no caer. Fue al espejo y
se miró, como tantas otras veces había hecho, pero con ojos distintos. Pudo ver
a su madre en las largas piernas y el pecho redondo. En sus caderas onduladas y
en sus ojos grandes y verdes. Y a su padre en el cabello castaño, en la forma
de mirar, la línea de sus labios y el lunar que compartían en la cadera
derecha. El corazón la martilleaba con fuerza y le costaba respirar. Se alejó
del espejo y se acercó a la estantería de su padre. Era una de las muchas que
tenía Roberto en su casa, ya que le fascinaba leer. Se agachó y de la penúltima
rendija sacó un enorme volumen que abrió. Las lágrimas volvieron a acudir
cuando vio la foto familiar de sus padres, ella y su hermano mayor.
Él había muerto tres años
atrás en un atentado terrorista. Ya no le quedaba nadie. Cerró el álbum de
fotos y lo apretó contra su pecho. Fue en dirección a la habitación de sus
padres, abrió la puerta y entró. La cama de matrimonio estaba hecha, pero sus
padres no volverían a ocuparla. Se tumbó en el lecho, abrazada aún al libro y
quedó dormida, cubierta por perlas saladas.
En el sueño vio, como tantas otras veces a su hermano
cerca de un Ford Mustang GT azul. Trató de gritarle que se alejara de aquel
coche, que corriera, pero las palabras no salían de sus labios. Tenía las
piernas pegadas al suelo y no podía moverse. Vio el vehículo explotar en mil
pedazos, llevándose a Derek por los aires.
Los ojos se le llenaron de lágrimas e intentó ir hacia
el cuerpo del joven, pero le era imposible moverse.
Miró hacia abajo para descubrir brazos enterrados en
la sangrienta tierra del descampado. Brazos sin cuerpo que la agarraban por los
tobillos y trataban de hacerla tropezar.
Entonces los ángeles cayeron. Cinco ángeles con las
túnicas de diferentes colores. Uno tenía las ropas de un marrón claro, como la
arena de la playa. Otro vestía de celeste y otro de negro. El cuarto era seda
blanca y el último de azul pálido, como el hielo. Le dolía la espalda y cuando
se miró a si misma, se había convertido en uno de ellos… En un ángel con la
túnica roja como las llamas. El último que había caído, el de azul pálido, se
acercó a Vanessa. Ella no podía ver su rostro, pero sí su mano tendida hacia
ella, como su intentara ayudarla a levantarse.
-Somos la nueva generación de guardianes. Los nuevos
Ángeles de La Tierra. Cada uno de nosotros domina un elemento. Pronto conocerás
el tuyo.
El ente desapareció dando un salto que lo elevó por el
cielo hasta que ya no se lo vio. Lo mismo hicieron sus compañeros cuando tan
solo era un punto azul entre las nubes y Vanessa sintió las piernas desgarradas
por las manos que trataban de introducirla en el submundo de Lucifer. Ella miró
sus enormes alas y trató de alejarse, sintiendo las uñas en su piel como lava
fundida y la sangre corriendo como un diminuto río de sus heridas.
Y la sujetaban, y tiraban de Vanessa hacia abajo. Y
entre las manos vio dos pares conocidas… Las alianzas de sus padres en el dedo
anular de cada uno.
Se removió en el sueño, tratando de alejarse de las
manos, de ser libre, de volar con sus compañeros, pero la sangrienta tierra ya
le llegaba por las rodillas y seguía bajando más… cada vez más…
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